El 21 de julio se cumplirán cien años del nacimiento de Osiris Rodríguez Castillos. Se hablará de él, le tributarán homenajes, se destacarán sus virtudes… Luego, seguramente, el manto atronador del silencio lo cubrirá de nuevo. Poeta, compositor, narrador, investigador, cantante, instrumentista y luthier, su figura necesita continuar siendo reivindicada. «Su obra no se agota en el pasado ni se limita a un territorio. Está hecha para ser retomada», afirma Martín Palacio Gamboa, autor, junto a Hamid Nazabay, del libro Poemas y canciones orientales. Osiris Rodríguez Castillos (Editorial Estuario).
Docente, escritor, poeta, ensayista, compositor de canciones, músico, artista visual y periodista cultural, «admirador de Luce Fabbri y Durruti», Martín Palacio Gamboa realizó un profundo análisis de la figura que hoy nos convoca. Vida, obra y legado de Osiris Rodríguez Castillos en Primera Página Dominical.

-Sobre Osiris Rodríguez Castillos se han escrito libros y realizado investigaciones. ¿Qué enfoque particular buscaron otorgarle a este trabajo?
-El trabajo conjunto con Hamid ya venía forjándose de a poco, en charlas e intercambios de audios que nunca bajaban de los cinco minutos, desde el 2020, cuando la pandemia recién había iniciado. La decisión se tomó después del encuentro que se dio en septiembre de ese año, a raíz de nuestra participación en el documental que hicieron Óscar Redón Cabrera y Jorge Esteves sobre Osiris. Nuestra idea era simple: no abocarnos a lo biográfico sino a la génesis de un disco altamente complejo como lo fue «Poemas y canciones orientales» y que fue un parteaguas en lo que más tarde se llamó canto popular. Para eso no solo nos abocaríamos en lo estrictamente musical (un área en la que Hamid es una autoridad indiscutida), sino también en lo literario, en lo filosófico, en lo histórico y en lo político. Eso no significaba solamente reconstruir un contexto de enunciación y descubrir, así, una superposición de capas de sentido que en Osiris se vuelve fascinante por su riqueza. Era también ubicarlo en una máxima que Pier Paolo Pasolini formuló y con la que Osiris estaría más que de acuerdo: «Hay que arrebatar el monopolio de la tradición a los tradicionalistas». Se trata de una invitación urgente a disputar el sentido común dominante. Tanto Osiris como Pasolini sabían perfectamente que la cultura y la tradición no son herencias fijas ni intocables, sino territorios en constante disputa entre fuerzas sociales. Los «tradicionalistas», en este contexto, son quienes se apropian del pasado para justificar el orden establecido, dándole a la historia una forma única, cerrada y conservadora. El trabajo de Osiris reclama ese «arrebato», propone lo que Gramsci llamaría una batalla por la hegemonía. Su carrera fue un descomunal esfuerzo por resignificar la tradición desde abajo, desde las clases subalternas, dándole un nuevo contenido liberador. No se trata de destruir el pasado, sino de reinterpretarlo, de mostrar que en él también habitan voces silenciadas, memorias de lucha y posibilidades para imaginar otro futuro.
-Fue, sin dudas, un pionero. ¿Qué circunstancias -familiares, de su entorno, de su peripecia vital- confluyeron para que ello aconteciera?
-Veamos: Osiris Rodríguez Castillos nació en Montevideo en 1925, pero fue en Sarandí del Yí, Durazno, donde transcurrió su infancia y formación simbólica. Criado en un entorno familiar de inclinaciones artísticas -su padre tocaba la guitarra y su madre, maestra y partera, el violín-, desde niño escribió versos, estudió piano y aprendió guitarra. Ya adulto, perfeccionó su técnica con músicos como Atilio Rapat y Antonio Pereira Arias. Por otra parte, su talento literario se consolidó en 1953 al ganar un concurso con «Romance para el Gral. Lavalleja», incluido luego en su primer libro, «Grillo nochero», un verdadero éxito de ventas con un género que se consideraba prácticamente perimido: el gauchesco. A esta obra le siguieron otras como el igualmente imprescindible «Cantos del norte y del sur» y «Entierro de carnaval», mientras artistas como Roberto Rodríguez Luna, Eduardo Falú y Jorge Cafrune difundían sus canciones antes incluso de su debut discográfico. En un Uruguay donde grabar un disco era casi imposible sin cruzar a Buenos Aires, el surgimiento de sellos como Antar-Telefunken -con su tecnología alemana de alta fidelidad- abrió nuevas oportunidades. Fue allí donde Osiris grabó en 1962 su primer LP, un hito que marcó su consagración. Su enfoque era revolucionario: no se limitaba a musicalizar poemas, sino que integraba texto, voz y guitarra en lo que llamaba Poemas para guitarra y recitante, creando un género único donde cada sílaba dialogaba con cada nota. Aunque confesaba sentir aversión por los discos -“los detesto”, decía, por no capturar plenamente su esencia-, el álbum vendió miles de copias, ganó premios y se convirtió en un punto de referencia para quienes buscaban un folklore con identidad uruguaya. De hecho, autores como Washington Benavides y Carlos Martins reconocieron en Osiris al pionero de un movimiento que, frente al predominio del folklorismo argentino, reivindicó lo autóctono. Junto a figuras como Amalia de la Vega y Rubén Lena, forjó un cancionero nuestro que fusionaba raíces folklóricas, protesta social y letras elaboradas que dejaban de lado una retórica que recurría al mero pintoresquismo e incursionaban por otros modos de decir. Investigadores como Luis Bravo destacaron cómo su «puesta en voz» de la poesía abrió caminos que aún hoy siguen influyendo en géneros tan dispares como el indie rock, la electrónica y el folk.

-¿Cuánto influyó en su creación la etapa en el interior del país, particularmente en Sarandí del Yí?
-Uno de los trazos más significativos en la biografía de Osiris es su crianza en Sarandí del Yí, localidad del centro uruguayo donde se configura un «paisaje esencial». No como simple entorno geográfico, sino como horizonte vivencial en el que se funden existencia y mundo. La relación con el río y la naturaleza que lo rodeaba no fue meramente escénica: el niño que juega, pesca o se deja bañar por el sol en la ribera no está «en» el paisaje, sino es con él, en un entrelazamiento de ser y entorno que prefigura una sensibilidad estética, ética y poética. Sarandí del Yí, entonces, no es un lugar más en el mapa, sino un suelo originario donde se hace experiencia del ser a través del río, el monte y la escucha del mundo animado. De allí surge «Gurí pescador», poema y canción que no se limita a la evocación autobiográfica, sino que transita hacia una simbolización de lo universal. Como relata Osiris en 1977 a Carlos Cresci, «yo fui ese gurí pescador», pero también ese gurí es figura de una presencia elemental, un arquetipo sensible que puede aparecer en cualquier orilla del país, donde da la impresión de que el agua murmura una suerte de saber antiguo. En esa reaparición del niño con mojarrero, Osiris no solo reencuentra un recuerdo, sino una estructura profunda del paisaje: lo originario que reaparece como cifra del destino humano, como manifestación simbólica de un ethos rural, acuático, ligado al trabajo, la pobreza y lo sagrado. La escena de pesca en la taipa de un azude cerca de Aceguá condensa justamente eso: la vivencia de un instante en el que el mundo se abre como símbolo. Todo se vuelve una revelación en la cual cada objeto natural porta un sentido: el sauce no es solamente un árbol, sino un testigo; el agua no es solo cauce, sino el umbral hacia lo invisible. La canción despliega entonces un paisaje animista donde los seres no están separados por jerarquías racionalistas, sino entretejidos por una lógica premoderna y profundamente humana. El gurí aparece confundiendo piavas con tarariras, y esa confusión es poética, pero también epistémica: señala un modo de percibir que no distingue entre categorías zoológicas, sino que escucha los signos del mundo como resonancias de una totalidad vivida. Palabras como taipa, azude, piava no son apenas localismos léxicos, sino activadores de un campo simbólico territorializado, que despliega lo que Astrada llamaba «la patria profunda»: una geografía interior que es, al mismo tiempo, historia, mito y presencia.
-Sufrió la última dictadura, exilio incluido. ¿Qué ocurrió en esa etapa con su trayecto artístico?
-A partir de 1973, con el golpe de Estado en Uruguay y debido a su apoyo al Frente Amplio, Osiris Rodríguez Castillos fue censurado como músico. Se le prohibió presentarse en público, lo que significó el cierre de todos los espacios donde podía ejercer su arte. Vivió un exilio interno: seguía en su país, pero marginado de la vida cultural, aislado y sin fuentes de ingreso estables. Durante años sobrevivió como pudo, dando clases de guitarra de forma muy precaria. A comienzos de los años 80, la situación se volvió insostenible y Osiris se exilió en Europa, más precisamente en España. Allí encontró un país también en crisis, saliendo de su propia dictadura, donde la vida social y política era inestable. Su integración fue difícil. No tuvo éxito artístico ni estabilidad económica. Casi no se presentaba en público y su situación financiera era frágil. A pesar de eso, encontró dos formas de sostenerse: por un lado, se enamoró nuevamente; por otro, comenzó a desarrollar un trabajo artesanal vinculado a las artes visuales y a la fabricación de guitarras. Este último oficio ocupó buena parte de su tiempo y energía. Nueve años después, Osiris volvió a Uruguay acompañado por una propuesta política que buscaba llevarlo al Parlamento. Recorrió el país con sus canciones, pero el proyecto electoral fracasó. La derrota y el paso del tiempo le pasaron factura: ya tenía 65 años y su salud empezó a deteriorarse. Regresó por un tiempo a España para acompañar a su última pareja en el final de su vida. Poco después volvió a Uruguay de forma definitiva, en noviembre de 1992, ya con un estado de salud y ánimo claramente afectados. En ese regreso final, cargaba con una preocupación constante: sentía que no se le reconocía su papel como uno de los fundadores de la canción popular uruguaya de raíz folclórica. Sin ingresos propios ni vivienda estable, vivió un tiempo en casas de conocidos. Recién en 1993, el Poder Ejecutivo le otorgó una pensión graciable. En 1995 vivía en una pensión modesta, en una habitación pequeña y sin ventanas. Varios testigos de la época lo recuerdan participando en algunas entrevistas radiales o actividades puntuales, pero ya no podía tocar la guitarra por problemas de salud y empezaba a olvidar las letras de sus propias canciones. Su carácter también se volvió más difícil. Murió poco tiempo después. La causa oficial fue una falla cardíaca. Pero también allí se podía leer una traducción de lo que fue la exclusión, la falta de reconocimiento y el abandono institucional.
-¿Por qué sigue siendo una figura que debe ser reivindicada en Uruguay y no termina de ocupar el espacio que merece?
-Creo que el destino de Osiris puede leerse como el de un artista que fue sistemáticamente marginado por la lógica de la industria cultural, esa maquinaria que tiende a homogenizar la producción simbólica en función de su rentabilidad y de su utilidad dentro del mercado. Y la industria cultural convierte cualquier obra de arte en mercancía; en ese proceso, las formas de expresión que no se adapten a los moldes del entretenimiento o de la repetición estandarizada tienden a ser invisibilizadas o descartadas. Osiris fue, en este sentido, una anomalía poética dentro del sistema. Su obra no se prestaba fácilmente a esa lógica de consumo. Era un cantor de raíz folclórica con hondura filosófica, con un lenguaje que entrelazaba lo popular y lo arcaico, lo mítico y lo político. Su compromiso con el Frente Amplio y su rechazo al régimen dictatorial lo transformaron en un cuerpo incómodo para el aparato estatal y para los medios de difusión oficialistas. Pero incluso en democracia, su figura nunca fue plenamente recuperada: los blancos veían en él a un desertor ideológico, la izquierda sospechaba de su pasado vinculado al primer herrerismo. A su vez, hay que tener en cuenta que el Uruguay de la postdictadura se sumergió en un profundo proceso de erosión de la memoria colectiva, donde las figuras que no encajan en los relatos consensuados sobre la identidad nacional son relegadas a los márgenes. El olvido que sufrió no fue solo institucional o económico: se lo silenció como creador fundacional de la canción popular uruguaya, a pesar de haber abierto caminos para generaciones posteriores. Su marginación final -vivir sin vivienda propia, olvidado, sin poder tocar ni cantar, aislado en una pieza sin ventanas- es una imagen poderosa de lo que Adorno llamaría la derrota de lo singular frente a la cultura de masas. Reivindicar a Osiris hoy implica resistir esa derrota, rescatar una obra que no puede ser reducida a mercancía y que sigue teniendo la potencia crítica para interpelar nuestra manera de pensar la memoria, la justicia y la cultura popular. Pero también la identidad, ese fantasma que sigue apareciéndose aún entre los algoritmos de las redes y las plataformas.
-En unos meses se hablará de Osiris al conmemorarse el centenario de su nacimiento y seguramente luego volverá el silencio. A partir de la investigación realizada, ¿qué Osiris descubrieron?
-Osiris aparece como una figura que articula la creación poética con una práctica artística que no idealiza al paisano ni lo convierte en una figura decorativa, sino que lo sitúa como sujeto activo en la historia. En sus canciones, como Camino de los Quileros o Canción sin cuna, el paisaje y los personajes rurales son puntos de partida para una interrogación sobre las formas de vida, las tensiones sociales y las posibilidades de transformación que laten en aquellos sectores que siempre quedaron al margen de los discursos hegemónicos. Desde lo técnico, su guitarra y su voz construyen una poética de alta elaboración, que requiere una escucha atenta. Desde lo literario, sus textos mantienen una relación crítica con la tradición gauchesca, dialogando con figuras como Serafín J. García o Romildo Risso, pero desplazando el eje hacia una postgauchesca donde el gaucho ha desaparecido como tipo social y permanece el paisano como figura atravesada por las condiciones materiales de su tiempo. Su lugar en la historia cultural del país no debe ser pensado en términos de nostalgia o patrimonio, sino como parte de una conversación pendiente. La potencia de su obra no está en su valor documental, sino en su capacidad de abrir preguntas que siguen vigentes. Componía desde una lectura crítica del pasado nacional, buscando una respuesta para un presente que se volvía cada vez más incierto, especialmente durante las décadas de los sesenta y setenta. Por eso su obra no se cierra en su contexto de enunciación, sino que puede leerse desde distintos lugares y tiempos. El hecho de que artistas de otros países, como Chabuca Granda, Serrat o Paco Ibáñez, se hayan acercado a su trabajo indica que esa dimensión no era solamente local. La suya fue una creación que estableció puentes entre culturas, sin renunciar a su raíz. Hoy, el reconocimiento que su obra aún no ha alcanzado responde más a la falta de difusión y de políticas culturales activas que a sus méritos. La incorporación de su repertorio en espacios académicos, como los conservatorios de guitarra, no es solo un acto de reparación, sino una forma de dar continuidad a una propuesta que sigue ofreciendo claves para pensar lo popular, lo nacional y lo poético más allá de las formas estandarizadas por las agendas de turno. Su obra no se agota en el pasado ni se limita a un territorio. Está hecha para ser retomada.