En esta edición se publican las narraciones que obtuvieron en el concurso literario Mujeres Poderosas el primer premio en categoría B compartido: “La elegida” de Edis Nair Corbo Acosta y “La Nena: historias de telas, hilos y sueños”, de María de Lourdes de León Estévez, en el Concurso “Mujeres Poderosas: rescatando la memoria” - Edición 2025 organizado por la Junta Departamental de Lavalleja.

 

“La elegida”

(de Edis Nair Corbo Acosta)

Desde que nacemos, somos elegidos. Ya sea por nuestros padres, que deciden darnos la vida, o por el destino, que nos moldea según el camino que nos toca recorrer.

Siempre estará presente en mi recuerdo la historia de Ramonita, quien llegó al mundo allá por 1914, en una familia numerosa y humilde. Ella, la primera elegida de esta historia, vivía en un poblado del departamento de Rocha, hoy ciudad de Chuy. Su padre, Dio Vigildo, en su extrema pobreza, decidió confiar a Ramonita a una familia de hacendados radicada en Montevideo. Con tan solo 9 años, partió para servir como niñera, y nunca más se supo de su destino.

La vida la llevó de un lado a otro hasta que sus patrones se establecieron en Lavalleja, en los campos de Pirarajá. Ya convertida en una joven mujer, comenzó a traer hijos al mundo. Liberada del yugo, iba de hacienda en hacienda, trabajando y acunando como podía a sus pequeños, que llegaron a ser once. Como le sucedió a su propio padre, muchos de sus hijos fueron quedando esparcidos en otras familias, aunque siempre en contacto con ella.

No todo fue amargo en su vida. Ya con siete hijos, llegó como cocinera a una estancia en la Novena Sección, donde conoció a un gauchito con quien tuvo cuatro hijos más. Con él compartió sus últimos días.

Nunca hablaba de su historia con nadie, hasta que apareció la siguiente elegida: una niña curiosa que, a los 9 años, le preguntó:

- ¿Y tú no tienes mamá?

Esa pregunta fue la llave que abrió su corazón. Se desahogó, relatando su calvario con todos los nombres de su familia. Aquella niña, que era su hija número ocho, escuchó con atención cada palabra. Con el tiempo, Ramona le decía:

- Tú, que andas trabajando y en contacto con tanta gente, búscame a mi familia. Pero no era una tarea fácil. Pasaron los años y, un 6 de octubre de 1985, Ramona partió para siempre sin saber de sus raíces.

De sus once hijos, la número ocho fue la elegida para esa misión. Cuatro meses después de su partida, en 1986, emprendí mi primer viaje para buscar respuestas. Fui con mi propia familia a conocer la playa Barra Chuy. Allí, una vecina, mientras conversábamos junto a un aljibe, mencionó:

- Mi esposo no conoció a su familia, lo dieron de pequeño. Entonces, respondí:

- También a mi mamá le pasó, pero fue por esta zona.

- ¿Y cómo se llamaba tu mamá?

- Ramona Justina.

La mujer se quedó en silencio por un instante y luego exclamó:

- ¡Entonces es Ramonita, la hija de doña China y Dio Vigildo!

- ¿Y dónde está la señora en cuestión? La vecina, Flora, me miró con pesar.

- Ya no está... - respondí con un nudo en la garganta.

Pero quedaba familia. En la ciudad de Rocha estaban todos los hermanos de Ramona.

Así fue como la historia encontró su desenlace. Yo, la hija número ocho, fui la elegida para cumplir el deseo de mi madre: encontrar sus raíces, que también son las mías. Descubrí una hermosa y amada familia materna, y vivimos momentos de emoción indescriptible al abrazarnos con los hermanos de mi madre y mis primos.

Me siento la heredera de la vida de Ramonita. Por eso este título, La Elegida, y este seudónimo, porque así me llamaba mi queridísima y santa Ramonita.

 

 

“La Nena: historias de telas, hilos y sueños”

(de María de Lourdes de León Estévez)

Fue en 1978, en la ciudad de Solís de Mataojo, departamento de Lavalleja, donde conocí a una mujer valiente y determinada. Una figura inolvidable en el arte de confeccionar ropa a medida.

Me lleva siempre de regreso a aquellas historias y sueños el recuerdo del sonido de la máquina de coser a pedal: la imagino trabajando durante horas para crear modelos únicos, hechos a la medida de cada cliente. Ese recuerdo se mezcla con la vieja máquina de coser de mi abuela, que mi madre conservaba como reliquia. Aunque la correa estaba rota, yo jugaba a mover el pedal, imitando el vaivén que tanto asociaba con «la Nena».

A los diez años, ya acompañaba a mi madre a visitarla. En el pueblo, todos la llamaban con cariño «la Nena».

Cada verano, visitar «La Tienda Grande» de Ruffino Alonso era parte del ritual para elegir las telas de mi vestido de fin de año. Las encargadas, conocidas afectuosamente como «Chichi» y «Chichita», se esforzaban por ofrecer una amplia variedad de colores, texturas y precios, dejando huella con su dedicación y espíritu emprendedor.

Recuerdo una tarde, bajo un calor sofocante, cuando caminaba con entusiasmo hacia la tienda, ilusionada por encontrar lo necesario para mí atuendo.

- ¿Qué diseño y color de tela te gustaría este año para tu vestido? - Me preguntó mi madre.

- Me gustaría un color claro con estampado de flores pequeñas. - Respondí, imaginando cómo sería.

- Hay mucha variedad, ojalá encontremos algo parecido a lo que buscas. - Dijo mi madre, apartándose un mechón de pelo con una sonrisa.

Un rato después, con la tela, el hilo, el cierre y las puntillas de piqué en mano, llegamos a la casa de «la Nena», donde tenía su pequeño taller en la primera habitación, justo junto a la ruta principal.

- ¡Adelante! Pasen, pasen. - Nos recibió con gentileza.

Al cruzar la puerta de aquella primera habitación, un aroma peculiar me envolvió: una mezcla de telas recién cortadas y aceite de la máquina de coser. La radio sonaba en un rincón, y se escuchaba «Gracias a la vida», de Mercedes Sosa.

- Con permiso, muchas gracias. Veo que anda con mucho trabajo -comentó mi madre, observando un alto de telas con moldes sujetos por alfileres, listos para ser recortados e hilvanados-.

- Sí, en esta época hay mucha demanda por las festividades -respondió invitándonos a sentarnos-.

- ¿Y no se cansa de coser tantas horas? -preguntó mamá mientras yo curioseaba los diversos retazos de tela-.

La Nena, sin dejar de observar el material que le llevamos, sonrió con resignación.

- Claro que cansa -respondió-. Las manos se entumecen, la espalda se resiste y la vista se nubla. Pero, ¿sabe? Cada puntada bien dada compensa el esfuerzo.

«La Nena» era delgada, de mediana estatura, con cabello castaño corto y peinado hacia atrás.

Sus ojos marrones, pequeños, pero expresivos, reflejaban tranquilidad, honestidad y confianza.

Mi madre siempre la recomendaba por su compromiso y responsabilidad, capaz de trabajar hasta tarde para que una madre pudiera estrenar un vestido en una boda o un niño llevara su uniforme perfecto el primer día de clases.

En su taller, contaba con viejas revistas de moda. Mientras dialogaba, me extendió un par de ellas, para que yo eligiera un diseño. Con paciencia, explicaba que esas publicaciones llegaban desde Europa con años de retraso, pero que aún marcaban tendencia. Gracias a su experiencia, me sugirió varios diseños clásicos y prácticos para usar en diferentes ocasiones.

Mientras tanto, ella me observaba, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Finalmente, elegí un vestido de hombros descubiertos, con escote Bardot, bordeado por un amplio vuelo con puntilla de piqué y volados en el ruedo.

- Este modelo es muy bonito y el estampado de la tela te favorece -me comentó con una sonrisa-.

- Sí, es precioso, me encantó -respondí emocionada-.

Mientras yo seguía admirando la tela entre mis manos, mi madre recorrió el taller con la mirada, observando que sobre una mesa había papel para moldes, tijeras, agujas, hilos de todos los colores, retazos de telas, cinta métrica y un metro de madera, todo prolijamente ordenado. De pronto se detuvo en un maniquí cubierto por un vestido recién terminado.

- El modelo que tienes en el maniquí es muy elegante -dijo con interés-.

- Muchas gracias, es para un cumpleaños de 15 -contestó, mientras nuevas clientas llegaban al taller-.

Con el tiempo, comprendí que su trabajo iba más allá de coser ropa. Con cada puntada, no solo unía telas, sino que también sostenía su hogar y hacía realidad pequeños sueños. Pero su verdadero poder residía en algo más profundo: era la certeza de su propio valor, la seguridad de quien no espera oportunidades, sino que las crea. Desde su humilde taller, inspiró a otras mujeres rurales y de diversos entornos, no con discursos, sino con el ejemplo firme de su independencia.

Hoy, recordarla es reconocer que el poder no siempre se muestra de forma ostentosa. A veces, en silencio, entre telas, hilos y sueños, trazaba caminos de superación y dignidad.