EDITORIAL
Hace un par de semanas se conoció una noticia alentadora: sólo 15 personas estaban internadas en Cuidados Intensivos (CTI) a causa del virus de COVID-19, en todo el país. De esas 15 personas, 14 no habían sido vacunadas. Era una prueba de lo que los científicos nos habían dicho mucho antes: las vacunas utilizadas en Uruguay pueden evitar que muchos no se contagien del virus -los casos positivos han tenido un descenso espectacular desde que comenzaron a aplicarse las vacunas- y, en el caso de que alguien se contagie, es muy difícil que presente síntomas tan graves, que deba necesitar cuidados intensivos.
Pocos días después se supo que ninguno de los internados en CTI por COVID-19 había sido vacunado, por diferentes razones, aunque a esta altura, con la abundancia de vacunas y la relativa facilidad para acceder a ellas, se puede decir que en buena parte de los casos, quienes no han sido vacunados, entre los adultos, es porque no han querido vacunarse.
Más recientemente, la diputada de Cabildo Abierto (CA) Elsa Capillera dijo que no se había vacunado contra la COVID-19 debido a una falta de “información suficiente” y a que tiene “inmunidad natural”.
“Yo por mi fe cristiana soy de inmunidad natural. A no ser la de la vacuna antitetánica, no tengo otras vacunas”, dijo Capillera al diario capitalino El País. Luego en su cuenta de Twitter dijo que “para tomar la decisión de vacunarse hay que hacer un análisis de riesgos” y preguntó si los de no vacunarse “son mayores o menores” a los que puedan existir por hacerlo. “Es muy difícil responderlo si no tenemos la información suficiente”, agregó.
Bueno, la información sí existe. En el mundo y en Uruguay.
Un informe del Ministerio de Salud Pública (MSP) hecho público hace tan sólo unos días, reveló que luego de 4.962.211 dosis aplicadas, se registraron 1.862 posibles efectos adversos por vacunas. Los posibles casos de efectos adversos supuestamente atribuibles a la vacuna que requirieron hospitalización fueron 39, o sea el 0,00078% del total de dosis suministradas.
Quien escribe no conoce los números de la vacunación contra el tifus, el tétanos u otras enfermedades, pero difícilmente sean mucho mejores. Hay mucha evidencia científica, mucha información. Toneladas de evidencia e información.
Las afirmaciones de Capillera no son solitarias. Otro diputado, César Vega, del Partido Ecologista Radical Intransigente (PERI), llegó a hacer una penosa conferencia de prensa en el Palacio Legislativo, presentando “casos” de personas “magnetizadas” por vacunas contra la COVID-19. Días después se reveló que una de las mujeres “magnetizadas” ni siquiera había sido inoculada con la vacuna que Vega decía había recibido. Más penoso. Vega propuso después en el Parlamento crear una comisión investigadora sobre los efectos de las vacunas.
Luego de las declaraciones de Capillera, otro sector de CA, Orientales Unidos, presidido por la diputada Silvana Pérez Bonavita, emitió un comunicado para responderle, que dice: “Reafirmamos nuestra confianza en la ciencia y completo respaldo al accionar del Ministerio de Salud Pública, encabezado por el Dr. Daniel Salinas” (NdeR: perteneciente a CA, también). El sector celebró el plan de vacunación existente en Uruguay “para asegurar el bienestar de todos los ciudadanos del país”. Y de paso, el sector rechazó la creación de la investigadora propuesta por Vega.
En la era de internet, es posible encontrar “información” sobre la ineficacia de las vacunas. O información sobre la presencia de “chips” en ellas para “monitorearnos” y “controlarnos”. (Advertencia: los chips para monitorearnos existen desde hace mucho tiempo, y ellos, junto con los programas informáticos de nuestros teléfonos móviles, permiten a empresas y gobiernos saber a cada momento en dónde estamos, qué compramos, qué vendemos, qué pensamos, qué queremos, etc.). O “información” que afirma que la tierra es plana (los griegos ya decían que era esférica en el siglo VI antes de Cristo, lo que fue demostrado astronómicamente en el siglo III a.C. y Magallanes lo demostró prácticamente en el siglo XVI en su célebre viaje), o que somos gobernados por una élite mundial de reptilianos extraterrestres. Todos esos textos, esas teorías descabelladas, pueden encontrarse en internet, y especialmente en las redes sociales.
Y no es que sean nuevas teorías. Varias de ellas han existido por siglos.
Ya lo dijo el genial Umberto Eco hace muchos años: "Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles".
De la misma manera, bien puede suceder que quien escribe, medianamente ebrio y acodado en un mostrador, vocifere que los campos de concentración nazis nunca existieron, o que el Apolo XI nunca llegó a la Luna. Nadie daría mucha importancia a lo que un borracho diga, acodado en un mostrador. Y mucha menos importancia darían a lo que quien escribe pueda decir, borracho, acodado a un mostrador. Estarían muy bien rumbeados en su desdén.
Pero una cosa muy diferente es que legisladores nacionales, cuyas palabras suelen ser leídas o escuchadas -y muchas veces creídas, y llevadas a la práctica- por muchos miles de personas, repitan, apoyen, difundan, impulsen, teorías e ideas descabelladas, que puden causar daño a las personas, a la salud pública.
Deberían ser más responsables, o deberían ser llamados a responsabilidad. O ambas.
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