RECIBIMOS Y PUBLICAMOS
Por Leonardo de
León
1. Algo curioso empuja estas líneas
introductorias. Me refiero a una monstruosa revelación de carácter personal: ya
no estoy interesado en pensar la realidad, ya no soy capaz de analizar los
fenómenos sociales adscribiéndome a las normas de siempre. No obstante, esta
conducta no es producto de un capricho ni afán de evasión, mucho menos de una
decidida indiferencia por lo real, sino más bien a una necesaria reescritura
del concepto de realidad en el marco de un mundo digitalizado, donde los
celulares y las computadoras vienen a ser los vasos comunicantes que arman el
tejido de lo social. Lo paradójico y lo triste está en que esa reescritura de
la realidad termina por abolir la realidad misma.
Dicho de otro modo: hoy en día ya
no hay realidad sin virtualidad, y resulta casi imposible tener una sensación
cabal de la existencia propia y ajena si esta no participa del frenesí
comunicacional y exhibicionista en el que se fundan las sociedades
contemporáneas. Hay que mostrarse para ser. En este sentido, Facebook se vuelve
un centro de atención insoslayable, ejemplo vivo de un nuevo mundo que se jacta
de trasparente cuando no es más que obsceno y compulsivo: el triste espectáculo
de la vidriera democrática.
2. Facebook ofrece el mismo
atractivo que ofrecen los viajes: la capacidad de la reinvención. Como nadie me
conoce realmente, tengo la chance de ser quien siempre he deseado a pesar de
los escamoteos del destino o de mis propias limitaciones. Si soy feo, basta
encontrarle el ángulo a la cámara para dejar de serlo; si soy inculto, puedo proponer
lo contrario con sólo buscar un aforismo de Voltaire y “colgarlo” –el verbo ya
hace pensar en algo puesto con un fin decorativo- en mi muro; si soy
musicalmente llano, puedo quedar como el melómano más exquisito al compartir el
enlace de un tema de Tom Waits que hallé en una página de críticos… En fin,
todo esto entraría en las reglas del juego, y en tanto se distinga de una
noción de realidad, ese juego es legítimo. El problema ocurre cuando esa línea
divisoria tiende a desaparecer.
Hace poco un amigo me contó una
anécdota que viene al caso. Él conocía a una chica llamada Belén, a quien le
decían cariñosamente Belu. En su Facebook, Belén había integrado creativamente
su apodo a otro más general: “Libélula”. Un día alguien se le acerca a Belén en
la discoteca con intenciones de intimar y descubre, para su sorpresa, que ella
se presenta usando su identificación virtual, su “nickname”, en vez de su nombre
de pila.
“Soy Libélula”. Aquí la fuerza
ontológica del “soy” destella con una luz de alarma, imprimiendo una violencia
al lenguaje, una solidez atroz al simulacro por sobre la realidad. Descubrimos
que Belén, aquella chica que hizo uso de las prestaciones del sistema para
reinventarse, ha desaparecido luego de una curiosa inversión: Libélula, la
entidad virtual, su personaje, su creatura, ha roto las fronteras de su reino y
ha invadido –como en un cuento de Lovecraft- el de su autora.
Mientras alguien sea capaz de
establecer un juicio crítico ante el sistema e interpretarlo como tal, no hay
peligros que trasciendan los del juego mismo, porque ante todo existe lo que
los filósofos llaman “sujeto”, un ser incrustado en el lenguaje que jerarquiza,
metaforiza, discrimina, sabe poner cada cosa en su lugar. Un sujeto puede darse
el lujo de jugar, es decir, de entrar y salir del juego a gusto, siempre y
cuando no se vea desprovisto de las herramientas simbólicas necesarias que demarcan
su realidad separándola del juego. Si el sujeto desaparece, la realidad sufre
una lesión, un corte en su textura, y el juego queda sin contención, listo para
escurrirse y colonizar del otro lado. Es entonces cuando aparece Libélula, y
ahí ya no hay realidad sino simulacro. Y ese simulacro, por cierto, no merece
tal nombre pues se trata de un esquema que coincide punto por punto con lo
real. Parece que ya no hay, pues, un mundo, sino Facebook. Ya no hay seres
sociales o civiles sino personajes. Belén debe morir sepultada bajo los escombros
del sistema para que Libélula surja a la vida. Su funeral coincide con el
festejo de su voraz reencarnación.
3. Los usuarios dan sus primeros
pasos en la virtualidad con la inocencia de un niño de la calle, felices de
haber encontrado el medio para hacer visible su orfandad, ávidos de atención, de
un padre, de un hogar, de un sentido de pertenencia. En ese escaparate abierto
e incondicional la masa se aglomera, pone el hombro, recurre a cualquier artimaña
con tal de obtener algún placer. No hay filtro, no hay nada del orden de la
crítica o la evaluación. Todo vale. El juego se reduce a un mero despliegue
circense y espectacular. El “pienso, luego existo” cartesiano es brutalmente
usurpado por un nuevo ideal: “me muestro, y luego existo”. O mejor: “me muestro
porque siento que no puedo existir de otro modo”.
En efecto, parece que el estatuto de realidad sólo se
concede luego de que la experiencia concreta atraviesa el tamiz de la pantalla.
En esa entrada al mundo dinámico de los bytes, la fibra óptica, los pulsos
eléctricos y píxeles, donde la llovizna codificada del software salpica como en
un bautismo, es donde el individuo se consagra como parte constitutiva de un
algo, y digo “algo” porque creo que tal cosa está en las antípodas de lo que
podría llamarse -metafóricamente- un cuerpo social. Se trata más bien de un
cuerpo enfermo. Un cuerpo fragmentado y caótico, disuelto en su propio vacío.
Aunque no todos los usuarios son
como Libélula, la conducta de la mayoría confirma de otro modo una misma desaparición
del sujeto como centro crítico y organizador. Pueden detectarse, básicamente,
dos tendencias dominantes. Está el que entra en Facebook para ponerse en
escena, cuelga sus fotos, comparte minucias. Y está el otro, huésped encubierto
y silencioso, que se aplica a hurgar en las fotos y comentarios de aquél. Puede
entenderse, insisto, que ambos son síntomas opuestos de una misma enfermedad
plenamente moderna: el resquebrajamiento de la identidad, la dificultad de
hacer un Yo capaz de prescindir -al menos en sentido general- de un Tú. En el
primer caso, la persona no es capaz de validar su vida por sí misma, por lo que
requiere una legitimación externa. El segundo siente que la vida de los otros
es más digna de atención que la suya. En conclusión: en Facebook casi nadie
está a la altura de ese derecho a la autonomía que, al parecer, se consolidó
hace tiempo. Ya nadie se quiere ni es capaz de vivir sin comunicarse. Nadie
quiere -nadie sabe- estar solo.
4. ¿Pero a qué se debe esa
necesidad tan peligrosa por reinventarse, de la que partimos antes? Resulta
difícil no estipular razones que señalan al capitalismo como principal
responsable. Con su discurso a favor de la fiestichola perpetua y la suspensión
de toda crítica, ha entronizado la figura del objeto superficial -el fetiche-
como el radical soberano de las nuevas sociedades. La piel, los accesorios, los
autos, la indumentaria, el encandilamiento de lo fascinante y plenamente
material, estimula los sentidos al tiempo que aletarga la conciencia. Toda esa
máscara asentada sobre los principios de la tolerancia -tan cómplice del sistema
de circulación, producción y consumo del mercado desregulado- esconde una cara
entumecida que no es capaz siquiera de intuir la ficción que cuelga de sus
narices. Extasiado en el placer, el sujeto se torna un montón de carne
acrítica.
¿Hay alguna forma de restituir
ese juicio faltante y reinstalar al sujeto perdido? Francamente creo que no. La
pregunta me hace pensar en la película “El show de Truman” (1998). Como se
sabe, allí Truman es puesto en un gigante set de televisión desde el día de su
nacimiento para volverlo estrella de un reality. Su esposa, su mejor amigo, sus
compañeros de trabajo, todos son actores. Lo que él considera real no es más
que un hiperrealista decorado. El sol, el cielo, las nubes, el viento: simple
artificio y engaño. Por si fuera poco, el director del programa urde
conspiraciones para que Truman se vea envuelto en diversas aventuras e
infortunios y así mantenga prendada a la audiencia.
Ahora bien, la película se pone
interesante cuando el personaje comienza a registrar inconsistencias, errores
de cohesión en su realidad-simulacro: cae un reflector en un espacio abierto, aparecen
camarógrafos inverosímiles detrás de las paredes, los transeúntes caminan en
círculos, siguiendo un patrón, etc… La conciencia crítica de Truman asoma entonces
cuando lo que siempre consideró como normal se le revela como anómalo. Esto
habilita la especulación respecto a una entidad de orden trascendente, situada
más allá de lo visible: el mundo del Director y el televidente. En ese instante
en el que la conciencia se despega de lo inmediato nace el sujeto. Truman
descubre que está en un juego cuando intuye la existencia de un mundo -acaso
más nítido y vivificante- fuera de ese juego.
El problema de la actual
democracia neo-liberal es que ha configurado una noción de realidad que asimila
esas grietas o incongruencias y las define como estructuras propias o
privativas. En un mundo donde todo vale, nada es del orden de lo extraño y, por
tanto, nada merece cambiarse. No hay razones para la indignación, la revolución
o la intolerancia. Todo está más o menos bien. Dentro de este mundo, el
fenómeno de Facebook no puede ni debe llamar la atención. Y desde luego que los
eventos dentro de Facebook, menos.
5. Cuando Truman decide renunciar
a su mundo y abandonar el simulacro, el Director lo bombardea con vientos
huracanados para disuadirlo. Truman casi muere en el proceso, pero algo nos
hace pensar que a estas alturas se debate entre vivir “realmente” o no vivir.
Lo que nos llama la atención es que ninguno de los televidentes, testigos de
este ataque infundado y cruel, se indigne o muestre alguna disconformidad con
el supuesto Director. Absorbidos por la realidad del juego, han olvidado la suya
propia, y Truman, el personaje, el siempre engañado, se sitúa un escalón por
encima.
Sin embargo,
la moraleja es aterradora: una vez libre para decidir, Truman sale del juego y
entra en un mundo tan irreal, tan carente de trascendencia y de lenguaje como
el anterior. Es un hombre perdido y desgarrado, sin juego ni realidad donde
vivir en paz. Pruebe salir de Facebook, y sabrá lo que se siente.
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